1.
Soy Juan Santiago, vine al mundo hace 33 años
en el seno de una familia de clase media. Mi abuela siempre había querido un
nieto sacerdote. Mi madre sugirió que debía llamarme Santiago, como uno de los
apóstoles. Mi abuela que debía llamarme Juan, como el bautista. Así me hicieron
un niño de dios, me llevaban a la iglesia cada domingo sin falta, como
laborista a su trabajo. Crecí como monaguillo y estudié en el seminario menor. Era
una almita de dios. Mi abuela lloraba de felicidad cuando me veía acolitando
las eucaristías del barrio, todas sus amigas del grupo de oración y también las
del grupo de tejedoras estaban al tanto de su nieto ungido por el señor. Yo era
el pequeño monaguillo, el llamado por dios, y yo lo creía, lo juro que me
convencí de que era así. Mi viejo era diferente, menos entusiasta con mi
ungimiento. El apenas si pronunciaba palabra sobre el asunto, no puedo decir
que estuviera en contra, porque jamás se hubiera atrevido a contradecir a las
beatas que eran su madre y su mujer, aunque ya fuera de los dominios de la
matrona y la aspirante a sucederla contaba con un grupo de billaristas
cerveceros donde podía ser él mismo lejos de la mirada escrutadora de la moral
católica. Yo crecía como un niño de maneras quietas, de sentado recto,
inmaculado, debía cumplir con las expectativas de un dios que me había elegido
desde antes de nacer, yo sería el instrumento de dios y debía mostrarme humilde
y agradecido. A los 12 años me escapé de casa, estuve perdido por 3 días,
divagando por las calles. Me encontré con una pandilla de niños que me invitaron
al banquete de la vida. Jugamos y gozamos. Descubrí el fútbol y las niñas,
descubrí mi cuerpo capaz de todo, atrofiado durante 12 años en una posición
recta, estéril para la vida, rezando y cantando alabanzas a nuestro padre
celestial. Una niña, Lucia, hoy la pienso como Lucy, la primera mujer homínida,
también mi primer amor en esos tres días de ausencia en el reino de dios. Era
una rubia, alta y esbelta, un cabello ondulado y dorado tan brillante e intenso
como nuestro amor. Ella tenía dos años más, la vi sentada en una banca de un
parque cerca a nuestra casa, interrumpí el rosario en su tercer misterio y amé
quedamente su vestido florido, mis ojos absortos en la delicadeza de su rostro
que solo pude comparar con un ángel por ser todo lo vasto que me otorgaba mi
cultura. Dejé caer la camándula al suelo y salí tras ella, que se había
levantado de la banca y se alejaba a paso lento y cadencioso como marcando el
ritmo de una canción desconocida pero que supe hermosa, quise bailar con ella,
aprehender su ritmo, fundirme en sus piernas, desandar sus pasos, impregnarme
del aroma de su cuerpo, olía a un campo de flores que era su vestido al viento,
soltando la fragancia de la vida. La sed se apoderó de mí, la fuente era ella,
de donde yo debía beber para saciarla. La alcancé cuando llegaba a juntarse con
otros niños, también bellos, llenos de vida. Me quedé introspectivo, paralizado
ante esa pandilla que sabía sin haber juzgado nada, solo por la experiencia de
estar juntos que la vida era eso y que nada más importaba, ni lo que pensaran, ni
lo que quisieran sus padres. La fortuna quiso que pese a mi lamentable postura
recta y mi trajecito impecable ella se fijara en mi por haberme dado la
naturaleza en el día de mi nacimiento la gracia de la belleza. Me saludó desde
la distancia. Yo no supe qué podía hacer. Me acerqué a ellos con la timidez del
que sabe que no tiene nada que dar y ofrecí un escueto saludo. Todos callaron y
me vieron de arriba a abajo. Lucia me tomó de la mano, no sé muy bien por qué,
nunca alcancé a preguntarle, y durante tres días estuvimos así, muy cerca
nuestras pulsaciones. Los papas de Lucia trabajaban todo el día y llegaban tan
tarde a casa que no veían a Lucia en los días de semana. Yo dormí con ella esos
tres días. Descubrimos el amor al mismo tiempo como un imperativo de la
naturaleza, que nos hacía buscar nuestros cuerpos tibios bajo la cobija lila de
ella. Nunca me preguntó si tenía casa, si debía irme. Solo no nos soltamos las
manos, entendimos lo que debía sucedernos, lo aceptamos en muestro corazón estremecido
por lo intempestivo de lo que sentíamos, todo nuevo, de golpe, sin nadie que
nos hubiera preparado para la vorágine desesperada del deseo. Tres días que
pasaron lentos y que he sentido la vida como una apariencia mítica, como si
hubiera desgarrado el velo de malla y la única realidad concreta fuera Lucia. Pasados
tres días la policía me encontró jugando fútbol en la cancha de arena del
barrio, mi madre corrió a abrazarme deshecha en llanto. Creí que había perdido
la gracia de tu existencia, que dios te había hecho ascender a los cielos antes
de tiempo, me dijo desconsolada mientras me abrazaba fuerte. Ese fue el último
día que vi a Lucia, no nos dijimos nada, tampoco nos alcanzó el tiempo para
eso, yo me fui con mi madre y con la mirada me despedía de los otros niños, de
la cancha de fútbol, de los goles, de los gritos, de Lucia, de la vida.
Vino el tiempo del internado. Dejé la casa y el
barrio. Mi madre no correría de nuevo el riesgo de que el ángel del mal me
atrapara y me convirtiera en un niño común y corriente, un desgraciado. Era un
claustro a las afueras de la ciudad, no puedo decir que me sintiera
especialmente desgraciado por irme a ese lugar, todo lo contrario, estaría
lejos de casa, lejos de la obligación de rezar, bueno eso pensaba, no era muy consciente
de que el lugar al que llegaría era un monasterio disfrazado de colegio. Sobre todo,
aprendí a adentrarme en el silencio y en la vida contemplativa. Me olvidé de
todo, si había experimentado el gozo de la vida puedo decir que entré en los
territorios de la muerte, en el santuario de los abolicionistas del sentido. Soy
un sacerdote ateo, y en el seminario fue donde alcancé la iluminación. Hice la transición
al seminario mayor como una obligación moral con las ilusiones de mi abuela,
que pese a todo la amé con toda mi vida. Alcanzó a estar el día de mi ordenamiento
en la catedral metropolitana de Medellín el año pasado. Murió un mes después y
me ha dejado una misión que lamentablemente nunca podré cumplirla por lo
imposible de la tarea.
En mis días como seminarista alternaba las
clases con lecturas apasionadas de Schopenhauer, Nietzsche, Sartre y mi
favorito Camus. Podía sentir la crudeza del absurdo, la falta de sentido de un
mundo repleto de obligaciones morales, judiciales y éticas que terminan por
moldear la vida a imagen y semejanza de las ideologías imperantes. Solía
sentarme al lado de la cúpula blanca que se ve desde la ciudad como anclada en
la montaña, esa capilla que es un santuario del silencio y donde me gustaba estar
para entrar en debate con las ideas de dios que me enseñaban en las clases de
teología. Me fui alejando cada vez mas de mis compañeros de estudio, que
armaban tertulias cada tarde después de clase. Dios era el centro de esas
mentes ciegas que jamás se preguntaron por la inmanencia de ese ser espectral
que decían podía intervenir en la vida de los hombres, aunque era claro que
nunca había hecho nada, lo que lo reducía a un inútil o a un ser despiadado e
insensible que no le importa el sufrimiento de sus hijos supuestamente amados.
Con el tiempo comenzaron a desconfiar de mi soledad, de mis hábitos poco
convencionales para un seminarista, lo único que les daba tranquilidad tanto a
mis compañeros de estudio como a los sacerdotes que eran nuestros maestros eran
mis largas incursiones en la capilla. Lo que no sabían era que nunca oraba,
solamente disfrutaba de la calma y el silencio absoluto de la casa vacía, de la
ausencia absoluta de dios. En mis días libres que normalmente eran los miércoles,
pasaba primero por la Biblioteca Pública Piloto para entregar unos libros y sacar
otros que eran imposibles de encontrar en la biblioteca del seminario, aunque
debo decir que también era uno de los lugares que más visitaba en el claustro y
que pese a su pobreza en autores a contracorriente, era un mar de posibilidades
literarias. Luego iba a casa de mis padres y visitaba a la abuela que siempre
me recordaba mi misión con el mundo a través del ejercicio del ministerio
sacerdotal. Intenté no prometerle nada, aunque la ternura de sus ojos me
condenaba al suplicio de la abyección y la imposibilidad del desagravio. Luego
deambulaba por las calles del barrio intentando captar un poco de vida, un poco
del aroma distendido de los perfumes femeninos, un poco de los rayos de sol que
oblicuos se filtran por doquier, lo traspasan todo llenando los espacios del mínimo
combustible vital y por eso la elocuencia de los cuerpos como desesperados que
se buscan sin descanso. Buscaba los ojos, el aroma y el vestido florido de
Lucia. Madrugaba el jueves para retornar temprano a las clases en el seminario,
estaba de verdad interesado en conseguir los secretos de la fe, en entender la
potencia de una idea que me había atrapado desde antes de nacer.
El camino en el claustro es largo, no están
dispuestos a compartir los réditos de una empresa que es la más añeja del
mundo, así que uno debe estudiar los misterios teológicos durante diez años, tiempo
que parece infinito cuando se trata de darle mil vueltas a un asunto que es
indefendible, que no tiene asidero, que no tiene una lógica potente, porque 2000
años solo parecen haber servido para zanjar disputas en nombre de un cristo que
hasta probablemente nunca existió, porque evidencias no tenemos y la biblia
está tan intrincada y manoseada que actúa para un estudioso atento como un foco
de disidencias e inconsistencias difíciles de salvar por más que sean diez años
de estudio en el claustro, y claro, quién que no sea un ciego creyente puede
soportar diez años antes de enterarse que todo es una farsa. Después de pensarlo
un poco creo que esa es la única razón para que dure tanto el periodo de
seminarista, el objetivo es coleccionar desertores que no puedan soportar diez
años de estupideces y al tiempo coleccionar estúpidos ciegos que no tienen la
capacidad de discernir entre una historia que como mínimo sea coherente por no
pedir objetividad, de una que es completamente arbitraria, sesgada, y
totalizadora.
Y se preguntaran, es este hombre un estúpido,
cómo ha llegado hasta el final de esos diez años, qué hay detrás de este hombre
misterioso.
Cada miércoles, luego de haber pasado mi tercer
año en el claustro y habiendo vencido las fuerzas opresoras y malditas de dios,
ahogado en la desesperanza de verme al fin libre, decidí buscar el aroma de la
vida, revivir las emociones de esos tres días en mi niñez. Luego de visitar a
la abuela mentía deliberadamente para liberarme del almuerzo familiar,
comentaba que debía visitar al padre Aurelio o hacer una diligencia
impostergable en la curia o ayudar a un alma de dios que necesitaba consuelo y
que llevaba más de un mes escribiéndome para que fuera a visitarla. Así me
paseaba de un lugar a otro mirando la vida que llevaban los ciudadanos del
mundo. Me adentré en teatros y cines, en bibliotecas y cafés, recorrí calles de
barrios sórdidos repletos de criminales, marginalidad y prostitución y recorrí
los lugares más apacibles y bellos de la ciudad. Un miércoles de septiembre, lluvioso y gélido
como pocos en Medellín, había estado dando vueltas por el pasaje la bastilla,
mirando libros, acariciándolos, preguntaba precios y conversaba con uno de los
vendedores que era particularmente diferente de los demás, un tipo que era más
un librero que un vendedor, un tipo que lo único que amaba de verdad era la
literatura, no sufría los horrores de tener que presentarse a trabajar cada
día, él simplemente amaba lo que hacía en ese pequeño espacio repleto de libros.
Muy temprano en la mañana ponía a calentar la cafetera para tener café para
todo el día, además fumaba sin parar y leía todo el tiempo, de manera que
llegar a su librería era llegar a una tertulia para descubrir libros y autores.
Una delicia era visitar la librería del viejo Hemingway. Esa misma tarde anduve
por el bulevar Junín, observando la algarabía y el color de esas calles que son
el corazón de la ciudad, conociendo a fondo la naturaleza humana, alegría y sufrimiento
por igual, en muchas ocasiones se dan al tiempo en una misma persona. También
la pillería ronda tenebrosa y tácita las calles. Ancianos se reúnen a pasear
sus mascotas o a ellos mismos quemando los últimos leños en su caldera. Me
senté a tomarme un café en un barcito para disimular el hambre y leer una
novelita de Dickens. Me dejé llevar por las vicisitudes de esas dos ciudades del
siglo XVlll. Pasó un buen tiempo antes de percibir que la mirada eléctrica de
unos ojos color miel me atravesaban, pasaban a través de Dickens y hurgaban
debajo de mis cejas. Además de ojos color miel, tenía la tez canela, como
dorada a fuego lento durante horas y horas en una fogata ancestral, el cabello
castaño y liso rosaba el ovalo que se pronunciaba de medio lado al contacto con
la silla y que conectaba con unas piernas largas y cruzadas, forradas en un
pantalón de licra deportivo que dejaban ver las marcas de sus músculos tensos y
jóvenes. Estaba intimidado por la presencia intempestiva, absoluta e imprevista
de la belleza en medio de un miércoles gélido de septiembre. Esa era la prueba
de que no existen los estados de excepción, que en realidad no hay la más
mínima posibilidad de ser un ser especial, único o elegido por nadie o por dios
alguno. Todo lo que tenemos es la fortuna de aprovechar los momentos de la existencia
o la desgracia de dejarlos ir.
Una inyección inesperada de testosterona elevó mi
baja tasa de serotonina, y como arrancado de las tinieblas de un abismo oscuro
surgí hacia ella con la seguridad de un ave que desciende a más de 100
kilómetros por hora a por su presa en el mar. Me senté a su lado y sentí que despedía
un aroma tan fuerte como el deseo incontenible que sentía. Era presa de la
voluntad de la vida que se quiere a si misma sin razón alguna. Supe que ella
estaba subyugada a las mismas pasiones que yo sufría justo en ese momento. Sentía
la necesidad de profanar y quebrar mi vida en dos, destruir todo lo que me
habían enseñado como virtud y necesitaba profanar la ideología que me oprimía.
Como era miércoles el seminario estaría casi por completo vacío así que la tomé
de la mano y cogimos un taxi. Llegamos en la hora de más calma, el silencio era
total, los vigilantes me conocían lo bastante como para dejarme pasar aún con
una compañera, no podrían haber imaginado que esa mujer estaba a pocos segundos
de abrirme las puertas de su morada cálida de par en par. Debajo de la capilla
blanca que se deja ver desde la ciudad casi desde cualquier rincón, y que solo
basta que haya un día soleado y despejado para que eso suceda, se encuentra
otra capilla subterránea, una bóveda tenebrosa, a la que se llega entrando por
la sacristía de la capilla principal, luego hay que descender unas escaleras
que se bifurcan, blancas y de estilo barroco, ornamentadas con bastante
cuidado, para llegar a una especie de nave oscura de techo bajo, claustrofóbica
y que para que haya luz hay que encender una hilera de velones gigantes a cada
lado, lo que la hace perfecta para ritos mortuorios o profanaciones sexuales.
Nosotros acometeríamos la segunda. Encendí la antorcha que nos dio la llama
inicial. Ella la tomó y como una sacerdotisa que prepara el lugar donde cegará
una vida en sacrificio se paseó de un lado a otro avivando el fuego en los
velones. Abrí el cofre que custodia como a un verdadero rey el cuerpo y la
sangre del cristo redentor, le di de beber vino en abundancia y luego hice lo
mismo. Ella se tendió sobre el altar visiblemente excitada y me invitó a
navegar mares azules, salinos de esos que si bebes morirías de sed. Ella era promesa
de un delirio infinito, la concreta sentencia de una tarde entre dedos
enredados, pantalones desprovistos, inútiles, tendidos en el suelo, labios
hinchados y cálidos y vino blanco de consagrar. Mi sexo buscó el suyo entre
gemidos que se hicieron sollozos cuando atravesaron las paredes húmedas y
succionadoras de su sexo contraído. El cristo casto babeó de lujuria y se
arrepintió de sus pecados. Se flageló en pensamiento, se extinguió para
siempre. Le di la despedida entre bendiciones, los porteros jamás se imaginaron
que me había hundido en ella. Pasé el resto del día sentado en el borde de un
pretil de cemento que cerca la cúpula blanca. Las nubes de smog de un día
gélido de septiembre se empezaban a agujerear por los rayos del sol que
buscaban el asfalto de las calles medellinenses. Pensé en las acciones del día.
Nada realmente significativo, un engaño que la naturaleza acometió sobre mí.
Qué debía hacer, buscar la manera de engañar al engaño. Que la naturaleza no me
imponga su voluntad, ni los hombres sus ideas. La libertad consiste en ser
deliberadamente un no ser. Pensar anula la naturaleza y crea sofisticadas
ideas. Para engañar el engaño hay que destruir la herramienta que crea las
ilusiones. Que crea civilizaciones y dioses, culturas, sueños, mundos.
Después de la muerte de la abuela, comencé mi
ministerio en la parroquia del barrio donde crecí. El párroco demostró ser un
hombre envilecido por las alabanzas. Nada honorable había en ese hombre, un
reflejo inmaculado de la formación seminarista. Son únicos y elegidos. Tal
horror narcisista se construye en sus corazones durante diez largos años.
Pobres hombres incautos y poseídos son los feligreses, el rebaño cercado por
dios.
Mis noches se volvieron un tormento, fuerzas umbráticas
llenaban mi cuarto de la casa cural y un cristo ensangrentado lloraba frente a mí,
pidiéndome que cumpliera la misión que a través de la abuela me había encomendado.
Me despertaba sobresaltado con inquietudes irresolubles. Traté en vano de
predicar la bondad. La contradicción se me revelaba como el día y la noche, la
dualidad del bien y del mal las concebí como imposibles, nunca podría cumplir
la misión de mi abuela porque sencillamente no existía lucha alguna contra el
mal. Lo siento abuela, no hay nada que salvar. Cumplía con mis deberes en la
parroquia, daba la comunión y oficiaba como confesor y redentor. Pero no había
penitencias, para todos tenía una voz de aliento, un no hay nada que hacer, es
lo que somos y los instigaba a tratar de ser conscientes de su responsabilidad
con el sufrimiento del otro, lo único que tal vez podíamos intentar como
especie. Los feligreses no estaban muy conformes, preferían la absolución de
los pecados. El olvido siempre pertinente de sus acciones, de sus
responsabilidades para continuar soportando esta existencia que se mueve entre
los mil mundos que habitamos todos. Cuántos has sido hoy, cuántos has querido
ser, cuánto has sufrido hoy. Se quejaron de mi ineptitud, de lo poco que podía
ayudarles, se quejaban de la falta de gracia en mi corazón. El párroco decidió
notificarme con la curia y me reasignaron en otro barrio. No tenía otro oficio,
nada más sabía hacer, ninguna otra cosa podía emprender, nada más quería hacer.
Todo me parecía más de lo mismo. No hay diferencia entre oficios, todos son
insulsos, desprovistos de la gracia totalizadora del sentido. Somos seres
vacuos que marchamos hacía el fondo atravesando capas geológicas, como mineros dinamitando
el subsuelo para encontrarse con el tesoro de la oscuridad o de su sepultura.
Fui empeorando cada vez más, ya no podía soportar la corrupción de las ideas,
la iglesia se revelaba ante mi como una institución que comercializaba la vida
eterna a cambio del dolor y el sufrimiento del mundo. Lo encontré despreciable.
Me he retirado a un monasterio en las colinas de Guatapé, por consejo de mis
superiores. Acepté irme porque no podía seguir mintiendo, las caras desahuciadas
y sin esperanza de los que siempre han creído en dios y como respuesta solo han
conseguido un silencio humillante, me laceraban la conciencia.
Un anciano consejero me recibió en el
monasterio, me persuadía a llevar una vida sin cuestionamientos. No es lo que
cuestiono, es la imposibilidad de cuestionarme la que me fatiga, la mente es
una máquina que jamás se agota. Me pasaba días enteros meditando, buscando el
camino del no ser. No participaba de los actos litúrgicos, todo lo que hacía
era estar en silencio, abrigado y contemplando el embalse de Guatapé desde la
montaña. comía una sola vez al día. En la madrugada, entre la bruma densa y
helada cortaba la maleza de las matas, regaba las flores y conseguía una calma
mental que se perdía con los primeros rayos del sol. Así pasé unos años siempre
bajo la mirada escrutadora del anciano. Dos veces al año el arzobispo de Medellín
visitaba el monasterio, tenía reuniones privadas con los ancianos, paseaban por
los campos y al caer la tarde se marchaba.
Nunca pensé que se tratara de un enemigo,
conocía las antiguas y macabras historias de terror acometidas por la santa
iglesia católica en nombre de dios. Conocía la lucha de poderes entre la misma
iglesia y los hugonotes sediciosos. Pero nunca fui consciente de que yo podía
representar un peligro. Lo último que alcancé a ver fue un grupo de monjes que
entraban a la fuerza a mi cuarto, derribaron la puerta con una especie de
tronco para asedios, antes de que pudiera reaccionar ya tenía las manos atadas,
la boca amordazada y la cabeza tapada con una bolsa de plástico negra.
2.
Ni siquiera gritaste, te golpearon y
arrastraron. Cuando volviste a abrir los ojos habían pasado horas. Te tenían en
una especie de mazmorra subterránea. Las cadenas gruesas y pesadas te ataban
las cuatro extremidades, y un grillete te oprimía la garganta. Las paredes
lívidas como de cal te cegaban y la única luz provenía de un bombillo de luz
amarillenta que se alcanzaba a colar por las rejas que hacían las veces de
techo de tu nueva morada. Era una cueva diseñada presumiblemente en la edad
media y construida a imagen y semejanza en esta época supuestamente libre. Ver
los instrumentos medievales de tortura colgados en las paredes no te impresionó
tanto como la certeza de saber que sí un lugar así existía en estos tiempos era
porque había todo un submundo debajo de las apariencias democráticas del
sistema. Pensaste en cuántas personas habrán desaparecido en los dominios de
estas doctas almas de dios. Una vez cada día descendía uno de los ancianos, te
dejaba pan y agua y te hacía una pregunta: Aceptas al señor nuestro Dios, único
y verdadero. A lo cual no decías nada. No sufriste temor más que hambre. No
pediste piedad y nunca te sublevaste al desagravio. Era un hecho, el eco en esa
cueva resonaba del lado del vacío eterno de dios. No sabes cuánto tiempo
pasaste en esa mazmorra. Una úlcera creció en tu vientre y un día reventó, salió
por tu ombligo que colgaba lacerado. No lo sabes Juan Santiago, pero pasaste un
año entero en esas condiciones. Y hoy, hoy han venido a darte la gracia de ver
el mundo por última vez. Sueltan tus cadenas y entre dos monjes te suben por las
escaleras de barro. Te arrastran por el verde pasto. Miras por un instante al
pasar, mientras aspiras la frescura densa y pura de tu jardín, todas las matas
y flores que cuidaste durante estos años. Te elevan hasta el lugar más alto del
monasterio y ves que tienen una cruz de unos seis metros de alto preparada
durante todo un año solo para servirle a tu muerte. El tronco que cruza
horizontal no pasa de dos metros. La cruz es de una madera fina, hecha para
resistir el paso del tiempo, el agua lluvia y los insectos depredadores. Sabes
por instinto que pasaras el tiempo necesario en esa cruz, el necesario para
morir. No entiendes por qué te clavan con los pies hacía el lado más corto del
tronco vertical. Izan la pesada cruz y quedas suspenso con la cabeza abajo y
los pies arriba. Estás a seis metros sobre el césped y en lo alto de la colina eres
el crucificado más solitario de la historia. Vas a ver pasar aves de todos los
colores frente a tus ojos y tu cabeza se estancará con tu propia sangre, no lo
sé muy bien, tal vez 5 litros de sangre, que reventarán tus ojos y se derramará
por tus oídos. Al final gritaras con el último grito desesperado, como
aferrándote a la vida. Padre nuestro……que no estás en los cielos ni en la
tierra.